MARIPOSAS BUSCO QUE DUERMEN ENTRE LOS TRIGOS
Habíamos cerrado ya la venta de la casa incluyendo todo su contenido tal y como el caprichoso señor C. había puesto como única condición. A esas horas de la tarde el sol lo inundaba todo como una gran masa de aceite aprovechando su poder para traspasar toda materia que se interpusiera en su camino. Cerré la contraventana de lo que había sido mi dormitorio hasta entonces. El sol se resistía a abandonarse y mostraba sus afilados cuchillos entre las rendijas de madera.
Ésta será la última vez –pensé-. Y uno frente al otro nos miramos a sabiendas de que nunca más podríamos estar tan cerca, tan íntimamente cerca. Me tumbé en la cama. Me sonrió. Yo también lo hice. Me dijo que me soltara el pelo que llevaba recogido con una horquilla en forma de libélula. La dejé caer, lo dejé suelto, como a él le gusta: enmarcando mi rostro al igual que agitadas serpientes de medusa. Me fui desabrochando el vestido, lentamente, y él me observaba atento, sin perder un detalle. Cada botón un pellizco, suave, trasnochado. Mis pezones se erguían valientes al contacto de mis muñecas, saboteando –a su modo- el calor que tiritaba en la habitación. Cumpliendo sus deseos me quité el vestido. No llevaba ropa interior, cuando estoy en la casa nunca la uso. No me avergonzaba mi desnudez ni el sudor que empañaba mi piel ni el deseo con que él contemplaba mis senos todavía tersos y desafiantes. Déjate hacer, me susurraba y yo no se lo impedía mientras los rayos de sol asaetaban mi cuerpo perlado de diminutos alfileres de luz. Con la mano recorría mi cuerpo, casi sin tocarme como la brisa que regalan los árboles del jardín. Describía pequeños círculos alrededor de mi cuello, de mis hombros y mis pechos indefensos se resistían a la orfandad de no ser acariciados. El vientre. Él siempre descansa cuando llega al vientre, fértil límite de ensueños, frontera invisible. Hacía calor y mis pies resbalaban entre las sábanas como inocuos acantilados. Nos mirábamos, ¡cuánto nos mirábamos! con detalle de orfebre, con ojos de miope escribano mientras la saliva humedecía mis labios hinchados que apenas me permitían respirar. Me resistía a cerrar los ojos y sumergirme en el deseo, en el momento tan esperado. Abrió mis piernas con delicadeza, de forma pueril, y me acariciaba los muslos de arriba abajo como si fuera la cola de un gato mimoso en busca del afecto de su amo. Con cada movimiento se iba acercando más y más, deshaciendo el camino y retomándolo después para llegar a casa, su casa. Me apartó un mechón de pelo de la cara. Le gustan mis ojos verdes, entreabiertos y rasgados. Siempre ha sabido el momento oportuno en el que los encuentra así. Estábamos sudando pero ya hacía tiempo que habíamos olvidado el calor. Nada existía salvo él y yo. Apenas podía ya visualizar su imagen. El hogar, caliente y húmedo como la piedra de una fuente en las tardes de verano. Navega al compás de las olas, muévete suave, como el barco de papel frágil y delicado ignorante de que va a ser devorado por la irremediable inmensidad del mar. Ahora sí, ahora sí: vuelve a casa a galope lejano mientras el estómago lucha por no hacerse añicos en mitad de la montaña. Mírame a los ojos y háblame, di mi nombre…
-¡Alicia, Alicia! El señor C. te espera en el jardín junto a tus hermanas. ¿Se puede saber qué hacías frente al espejo? No cambiarás nunca.
Ésta será la última vez –pensé-. Y uno frente al otro nos miramos a sabiendas de que nunca más podríamos estar tan cerca, tan íntimamente cerca. Me tumbé en la cama. Me sonrió. Yo también lo hice. Me dijo que me soltara el pelo que llevaba recogido con una horquilla en forma de libélula. La dejé caer, lo dejé suelto, como a él le gusta: enmarcando mi rostro al igual que agitadas serpientes de medusa. Me fui desabrochando el vestido, lentamente, y él me observaba atento, sin perder un detalle. Cada botón un pellizco, suave, trasnochado. Mis pezones se erguían valientes al contacto de mis muñecas, saboteando –a su modo- el calor que tiritaba en la habitación. Cumpliendo sus deseos me quité el vestido. No llevaba ropa interior, cuando estoy en la casa nunca la uso. No me avergonzaba mi desnudez ni el sudor que empañaba mi piel ni el deseo con que él contemplaba mis senos todavía tersos y desafiantes. Déjate hacer, me susurraba y yo no se lo impedía mientras los rayos de sol asaetaban mi cuerpo perlado de diminutos alfileres de luz. Con la mano recorría mi cuerpo, casi sin tocarme como la brisa que regalan los árboles del jardín. Describía pequeños círculos alrededor de mi cuello, de mis hombros y mis pechos indefensos se resistían a la orfandad de no ser acariciados. El vientre. Él siempre descansa cuando llega al vientre, fértil límite de ensueños, frontera invisible. Hacía calor y mis pies resbalaban entre las sábanas como inocuos acantilados. Nos mirábamos, ¡cuánto nos mirábamos! con detalle de orfebre, con ojos de miope escribano mientras la saliva humedecía mis labios hinchados que apenas me permitían respirar. Me resistía a cerrar los ojos y sumergirme en el deseo, en el momento tan esperado. Abrió mis piernas con delicadeza, de forma pueril, y me acariciaba los muslos de arriba abajo como si fuera la cola de un gato mimoso en busca del afecto de su amo. Con cada movimiento se iba acercando más y más, deshaciendo el camino y retomándolo después para llegar a casa, su casa. Me apartó un mechón de pelo de la cara. Le gustan mis ojos verdes, entreabiertos y rasgados. Siempre ha sabido el momento oportuno en el que los encuentra así. Estábamos sudando pero ya hacía tiempo que habíamos olvidado el calor. Nada existía salvo él y yo. Apenas podía ya visualizar su imagen. El hogar, caliente y húmedo como la piedra de una fuente en las tardes de verano. Navega al compás de las olas, muévete suave, como el barco de papel frágil y delicado ignorante de que va a ser devorado por la irremediable inmensidad del mar. Ahora sí, ahora sí: vuelve a casa a galope lejano mientras el estómago lucha por no hacerse añicos en mitad de la montaña. Mírame a los ojos y háblame, di mi nombre…
-¡Alicia, Alicia! El señor C. te espera en el jardín junto a tus hermanas. ¿Se puede saber qué hacías frente al espejo? No cambiarás nunca.