Sigue Petra con calentura…

Por Abel Pacheco

Don Antonio Pinto Soares nació en Oporto, Portugal, en 1870. Hombre inquieto y valeroso decidió conocer el mundo y navegó los mares, cuyos vaivenes lo trajeron a nuestras costas un venturoso día de 1910. Enamorado de nuestra patria decide quedarse con nosotros y, enamorado también de doña María del Rosario Castro Ramírez, se casa con ella a los tres años de haber llegado. La pareja concibe y cría quince hijos, con lo que don Antonio se gana (¡Muy bien ganado!), el apodo de Tata Pinto que lo acompañará el resto de su historia toda. Ha de haber sido hombre distraído, porque cuando yo era un güila, si andaba mal abotonado, con los botones metidos en ojales equivocados, mi abuelita y sus hermanas me decían: “anda tatapinto”, y yo obediente corregía el tatapíntico error. Mucho le debemos a este hombre. El ayudó a la tropa republicana, dirigiendo la artillería en la batalla de Ochomogo, y asesoró nuestras fuerzas armadas por largo tiempo. También fue él quien capitaneó la insurrección josefina que derrocó a Morazán, quedando como consecuencia sentado en la silla presidencial en setiembre de 1842. Pero nunca ambicionó el poder, y a los pocos días entregó el mando a don José María Alfaro, para retornar a los negocios y a su amada gran familia. Dirán ustedes que nada tiene que ver esta historia con nuestra manera de hablar, pero les cuento que entre los múltiples hijos de Tatapinto y doña Rosario, había una niñita dulce, frágil y enfermiza: Petronila, siempre postrada por la fiebre. Y cuando le preguntaban al matrimonio que nos ocupa por la salud de sus hijos, con gesto triste siempre ambos respondían: “¡Sigue Petra con calentura!…”. La frase caló y persistió en la parlatica pues, desde aquellos lejanos tiempos, cuando algo desagradable persiste, o cuando alguien persevera con una idea a nivel de necedad, los ticos le decimos:”¡Sigue Petra con calentura!”. O sea, callate, ya aburrís con eso, cambiá de tema, no seás necio. Porque ciertamente eran necios los males que acosaban a la pobre Petronila. No sé en qué paró la salud de aquella pobre niña y ojalá haya superado sus males, pero ciertamente la frase le cae hoy muy bien a más de un dirigente sindical, político o deportivo.

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