Calistenia de la palabra

POR JACQUES SAGOT

En su acepción etimológica, la calistenia es una variedad de gimnasia destinada a formar cuerpos sanos y, más aún, bellos. Cuando aludo a la noción de “calistenia pensamental” combino un cultismo derivado del griego (“calistenia”) y un neologismo creado por nuestra Yolanda Oreamuno (“pensamental”).

La calistenia pensamental sería, así pues, un método para tornear bellamente nuestras ideas y su formulación verbal. Con una belleza que es subproducto del coeficiente de verdad que encapsule. Asumiremos que el decir bello y el decir verdadero son lo mismo: es verdadero por cuanto bello, y bello por cuanto verdadero.

En tanto que escritor me he sometido con frecuencia a este ejercicio: no consignar una frase, por simple que parezca, en la cual no sea capaz de proporcionar una definición exacta de cada palabra o signo empleados (incluidos los artículos, preposiciones, interjecciones, los más comunes sustantivos o adjetivos, y aun la puntuación).

Lo que he descubierto es perturbador, pero harto higiénico: stricto sensu, si tuviese que dar razón de cada término que convoco, me vería por poco confinado al mutismo.

Precisión. La práctica es, empero, saludable: me obliga a un máximo de precisión, a una responsabilidad suprema en el ejercicio de la palabra. Es una gimnasia conceptual que yo impondría en todas las escuelas del mundo –particularmente en mi lobotomizada Costa Rica–.

Un ejemplo. Dice usted: “en mi opinión, la sociedad capitalista es esencialmente injusta”. Muy bien: es sin duda una hipótesis digna de seria consideración. ¿Qué es “en”? ¿Qué es “mi”? ¿Está usted, para empezar, seguro de poder en este caso emplear el pronombre posesivo? ¿Quién piensa por nosotros cuando creemos pensar? ¿Qué es una “opinión”? ¿En qué diferiría de una convicción, un parecer, una certeza, una intuición, un acto de fe, una sospecha, un sentir, un dogma? Proponga definiciones de los términos enumerados.

Seguimos. ¿Qué es “sociedad”? ¿De qué maneras ha sido esta conceptualizada por los más importantes pensadores de la historia? ¿Cómo se modifica cuando la sociología hace su aparición como una de las ciencias humanas? ¿Qué es el capitalismo? ¿Cabe hablar de uno solo? Si tal no es el caso, ¿cuáles han sido sus distintos avatares, a partir del Renacimiento? ¿Sabe usted siquiera qué diantres es el Renacimiento? Más aún: ¿está usted seguro de que es en ese período histórico donde aparece como fenómeno hasta entonces inédito?

Pero un momento: las cosas tienen dos “nacimientos”: el fáctico –cuando el hecho acontece– y el teórico e histórico –cuando es teorizado–: hablar de “capitalismo” en tiempos de los Médicis hubiera sido un anacronismo: la noción de capitalismo coaguló históricamente mucho después.

¡Y no hablemos de su problemático adverbio “esencialmente” –uso el adjetivo tal cual lo definió Aristóteles, distinguiéndolo del juicio apodíctico y el juicio asertórico–! Esa es una noción que –se lo aseguro– le va a resultar en extremo elusiva. ¡“Esencialmente”! ¿Se da usted cuenta de la abismal dimensión de este término, de todo lo que se le ha hecho significar?

Finalmente, el dictamen “injusto” lo perderá por los andurriales de la justicia, y tendrá usted que refrescar sus lecturas de Platón, Aristóteles, Spinoza, Kant, Rousseau, Nietzsche, Rawls, pasar revista a la ética implícita en diversas religiones, revisar la Declaración Universal de los Derechos Humanos, amén de escrutar su propio corazón y reconstruir el panorama retrospectivo de su peripecia vital.

Pensamiento. Así pues, comience por intentar este ejercicio práctico, y después hablamos. Entretanto, guárdese sus vagos, desustanciados y vaporosos pronunciamientos hechos de lugares comunes, prejuicios (lo que precede al juicio) e ideas recibidas, jamás cribadas por el espíritu crítico.

Pensar es, en primerísimo lugar, saber de qué malditas palabras se sirve uno para ello. Porque lo más difícil de aceptar es justamente eso: se piensa desde la palabra. Quien le teme a la palabra –de manera eminente, a la palabra rara, desconocida– también le tendrá miedo al pensamiento.

El pensamiento se articula e incardina en la palabra. Como un poeta que cincela su verso, debemos ser capaces de dar razón hasta del último fonema que empleemos, al formular un concepto, una opinión, así no fuese más que un inofensivo parecer.

No tenemos que poner a prueba tal método con pensamientos preñados de nociones abstractas y problemáticas: ya habrá tiempo para ello.

Comencemos por ponernos una meta simple: “tengo hambre”. ¿Soy yo quien tiene hambre o es en realidad un mandato social que me instruye comer a determinada hora? ¿Quién es el que tiene hambre, cuando ese ventrílocuo que me acciona pone tales palabras en mi boca? ¿Será más bien que quiero tener hambre, por cuanto es una necesidad de cuya satisfacción tengo absoluta garantía? ¿Estaré cultivando, “saboreando” mi hambre para mejor saciarla? ¿Me habré convertido en un “degustador” del hambre –es decir, del deseo– más bien que de comida –su satisfacción–?

Pero, ¿puedo siquiera afirmar que la sensación que me embarga es realmente “hambre”? Podría no ser más que un antojo, un capricho pasajero, el producto de alguna imagen que coaguló en mi mente al ver, inadvertidamente, una valla publicitaria en la que se anunciaba un restaurante de hamburguesas.

Por otra parte, entre la saciedad –el blanco absoluto– y la necesidad –el negro absoluto–, se estruja la infinita gama de los grises. Además del hambre están el apetito, la gana, la avidez, la gula, la glotonería, la bulimia, la insaciabilidad, la gazuza, el antojo, la mera ocurrencia… Ninguna de estas palabras es sinónimo de las otras. Debe usted escoger el vocablo –¡solo hay uno!– que mejor exprese su sentir, le mot juste , el término que por su sema (significación) designe con mayor exactitud lo que queremos decir, pero también aquel que por su sonoridad, por su musicalidad, evoque más fielmente nuestro objeto.

Un ejemplo. “Hambre” es una palabra brutal, paroxística, visceral, desesperada, primal y posiblemente trágica. Apetito, en cambio, es el hambre serenada por la inminencia de su satisfacción, un hambre administrada y disciplinada, cosa de gourmets.

Ejercicio de discernimiento. Pensar, hablar y escribir son, en lo sustantivo, formidables ejercicios de discernimiento permanente: optar por una palabra, descartar todas las demás. En cada momento, dado que tenemos una sola elección que puede considerarse correcta. Lo demás es mera aproximación.

El pensamiento y la palabra están vinculados por lo que Edgar Morin describiría –de manera algo intimidante– como “causalidad organizacional recursiva”. Esto significa que el pensamiento produce la palabra tanto como la palabra produce el pensamiento.

Ahí los dejo con mi “calistenia pensamental”. Pónganla en práctica con los más simples conceptos y verán cómo se les problematiza la expresión: ¡signo harto saludable!

La palabra es una adequatio ad res, una materia elástica que se va adhiriendo a la superficie de la realidad, como la plastilina, adoptando sus formas y aun mimetizando sus vacíos.

Ustedes decidirán si la quieren empuñar con mano recia y amorosa de poeta-guerrero o si prefieren manosearla obscenamente y luego masacrarla, tal el caso del pachuco, el naco, el zafio que la ha secuestrado y al día de hoy detenta su monopolio.

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