La economía perversa de los respiradores

Una tecnología inventada hace un siglo no debería estar todavía más allá del alcance de la mayoría de los países en el mundo. Estamos aprendiendo hoy esa lección por las malas.

Mientras el coronavirus se propagaba por todo el mundo, la necesidad de respiradores se disparaba. En el Reino Unido, el Servicio Nacional de Salud calculó a finales de marzo que necesitaría por lo menos 30.000 más y, en Nueva York, el gobernador Andrew Cuomo había solicitado 30.000 adicionales porque estaban por agotarse.

Incrementar la producción para satisfacer la demanda es un desafío enorme. En Italia, al único fabricante de respiradores, Siare Engineering, le pidieron un incremento de la producción de 125 al mes a 500.

De la misma manera, Ventilator Challenge UK, consorcio de firmas que incluye a algunos de los nombres más destacados de la industria británica, intentaba desesperadamente subir la producción. Y, en Estados Unidos, el presidente, Donald Trump, finalmente invocó la ley de producción de defensa de 1950 y ordenó a General Motors la fabricación de respiradores.

No sorprende que la situación sea mucho peor en los países más pobres, donde la cantidad es mínima y el dinero para adquirirlos, más escaso.

En la República Centroafricana, por ejemplo, hay apenas tres respiradores para todo el país; en Liberia, solo uno. Bangladés tiene unos 2.000 para una población de aproximadamente 160 millones de habitantes.

En estas condiciones, es fácil criticar a los gobiernos por no estar preparados para proveer a los hospitales de equipos críticos en caso de una emergencia. Pero incluso si los países mantuvieran una “reserva estratégica” de respiradores, probablemente no tendrían suficientes para satisfacer las necesidades actuales.

Tampoco se puede esperar que las firmas existentes multipliquen su producción de la noche a la mañana, dada su dependencia de cadenas de suministro justo a tiempo, falta de personal y otros factores. La realidad es que resulta muy difícil que un sistema económico haga frente a un incremento semejante de la demanda en un lapso tan corto.

De todos modos, la escasez crítica de respiradores de hoy —y de dispositivos terapéuticos y de diagnóstico— también es un síntoma de fallas estructurales en el modelo económico prevaleciente.

El asunto no tiene que ver exclusivamente con la asignación de recursos, sino también con la manera, para empezar, como se vislumbra y se determina el desarrollo tecnológico y hasta qué punto esas elecciones tienen en cuenta la salud pública.

La crisis de la covid-19 exige que reflexionemos sobre cuestiones fundamentales relacionadas con lo que producimos, cómo lo producimos y para quién.

Desde la invención de los dispositivos de respiración asistida, en los años veinte del siglo pasado, ha habido un desarrollo tecnológico formidable, al contar con sensores, monitores y otros dispositivos para determinar y mostrar la curva de respiración de un paciente.

Sin embargo, el mismo modelo económico que ofrecía las inversiones necesarias para estas innovaciones colocó a la tecnología de los respiradores en un sendero que hizo que las unidades fueran más costosas y más difíciles de fabricar y operar, debido a su creciente complejidad.

Como señala Bernard Olayo, del Centro de Salud Pública y Desarrollo de Kenia, aun si los países pobres pudieran permitirse el suministro necesario de respiradores, muchos seguirían sin tener gente calificada para hacerlos funcionar.

La tecnología de los respiradores no tenía que evolucionar de manera tal que quedasen fuera del alcance de la mayor parte del mundo.

El hecho de que la innovación esté impulsada por la demanda del mercado implicó que las empresas estuvieran incentivadas para desarrollar máquinas más caras y complejas, proteger sus tecnologías a través de regímenes de propiedad intelectual y vender esas máquinas a quienes pudieran pagarlas, en gran medida, las economías ricas. Incluso el acceso a información de reparación suele estar restringido por el fabricante.

Este no era el único camino posible. Además de respiradores más sofisticados, podríamos haber desarrollado modelos más sencillos, asequibles y fáciles de utilizar.

En el 2006, luego del brote del SARS del 2003, la Autoridad Biomédica de Investigación y Desarrollo Avanzados (Barda, por sus siglas en inglés), una división recientemente creada dentro del Departamento de Salud y Servicios Humanos de Estados Unidos, se propuso hacer precisamente eso.

La agencia produjo un diseño de respirador asequible, móvil y lo suficientemente simple para tenerlo almacenado y distribuido rápidamente. En documentos del proyecto presentados ante el Congreso, el personal de Barda advertía que la tecnología de respiradores en ese momento era demasiado abultada, costosa y técnicamente difícil de operar.

Poco después, se le otorgó a una empresa privada un contrato multimillonario del Gobierno para desarrollar un ventilador más asequible y utilizable y, en el 2011, había presentado un prototipo a las autoridades del gobierno de Estados Unidos.

Sin embargo, en el 2012, la empresa fue comprada por un gran fabricante de dispositivos médicos que producía respiradores “tradicionales”, como parte de un proceso más amplio de concentración industrial que ha planteado dudas sobre la ley de competencia y antimonopolio.

El proyecto prototipo finalmente se canceló, lo que generó sospechas entre las autoridades gubernamentales y otros fabricantes de dispositivos acerca de si la oferta de adquisición había estado motivada precisamente por ese objetivo.

Debido a nuestra dependencia de las fuerzas de mercado para asignar recursos para la innovación, ahora solo producimos respiradores costosos, fijos, patentados, altamente técnicos y difíciles de utilizar, cuando lo que realmente necesitamos es todo lo contrario.

En su intento por desarrollar un dispositivo de estas características, el gobierno de Estados Unidos dependió de mecanismos de mercado y de empresas privadas impulsadas por las ganancias cuyos incentivos terminaron yendo en contra de los intereses de la salud pública.

La desastrosa escasez de respiradores en momentos de emergencia debería dejar en claro que, particularmente en áreas esenciales como la salud pública, necesitamos repensar a qué nos referimos cuando hablamos de innovación y cómo la dirigimos y ejecutamos.

También necesitamos nuevos mecanismos internacionales para promover las innovaciones que hagan que la tecnología sea asequible, más fácil de producir y mantener y más sencilla de usar, en lugar de simplemente ser más rentable y más compleja.

Una tecnología que se inventó hace un siglo no debería estar todavía más allá del alcance de la mayoría de los países en el mundo. Hoy, estamos aprendiendo esa lección por las malas.

Shamel Azmeh: profesor de Tecnología, Trabajo y Producción Global en el Instituto de Desarrollo Global de la Universidad de Mánchester.

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